El culto de la violencia en Estados Unidos
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El culto de la violencia en Estados Unidos
El culto de la violencia en Estados Unidos
Publicado en 10 junio, 2013 de Iroel Sánchez
Jesús Arboleya Cervera
El
pasado mes de abril, aún frescos los cadáveres de veinte niños y ocho
adultos víctimas de una masacre acontecida en Newton, Connecticut, el
senado de Estados Unidos votó en contra de establecer un mínimo control
sobre las ventas de armas de fuego.
Para muchos,
no deja de resultar incomprensible que buena parte de las mismas
personas que reaccionaron conmocionadas ante este acontecimiento
apoyaran esta decisión, argumentando que el acceso a las armas
constituye un derecho a la libertad individual refrendado por la propia
Constitución de ese país.
Que yo sepa, exclusivamente en Estados
Unidos existe una cláusula constitucional que no solo permita a las
personas poseer cierto tipo de armas, lo cual es bastante común en el
mundo, sino que intentar controlarlo sea percibido como una restricción
de los derechos ciudadanos.
Está claro que en tal actitud influyen
poderosos intereses económicos con una alta incidencia en la vida
política del país, pero ello no basta para explicar un culto a la
violencia que subyace en la matriz de la cultura y la historia
estadounidense.
Aunque el uso de armas de fuego aumenta
la eficacia destructiva de este patrón de conducta, reducir el debate a
su control puede desviarnos de la esencia de un problema mucho más
abarcador, ya que si en algo tienen razón los fanáticos armamentistas es
que las armas no matan por sí mismas, sino la gente que las utiliza.
El derecho a portar armas en Estados
Unidos se remonta al colonialismo y la esclavitud. Con posterioridad,
fue incluido en la Constitución de la naciente república norteamericana
debido a las contradicciones de los estados con el gobierno federal,
única instancia capacitada para organizar un ejército profesional, lo
que finalmente desembocó en la guerra civil más devastadora de la
historia norteamericana.
La “ley de revólver” caracterizó la
expansión hacia el oeste a costa de las tribus originarias y aunque hoy
día se supone un derecho de toda la población, no ha perdido el matiz
clasista y racista que le dio origen, toda vez que forma parte de un
entramado ideológico que justifica la violencia victimizando a los
sectores más privilegiados.
Trasladado a la situación actual, es una
problemática centrada en los temores de la llamada clase media blanca
frente a los “peligros que implican los otros”, lo que explica el
respaldo de estos sectores a las posiciones armamentistas. Prueba de
ello es que no se ven negros o latinos en las actividades organizadas
por la Asociación Nacional del Rifle y me imagino que siempre resultará
sospechoso encontrar a uno de ellos comprando un fusil de asalto en una
feria de armas.
La disyuntiva que se les presenta a los
ciudadanos “pacíficos” es bien simple, dado que los “delincuentes”
cuentan con armas sin importar los controles que se establezcan, ellos
también deben tener el derecho de poseerlas para defenderse. También ha
sido la excusa perfecta para intervenir en otras partes del mundo,
igualmente identificadas como un peligro a los “intereses nacionales” de
Estados Unidos. De resultas, el culto a la violencia genera una ética
que tiende a expresarse en todos los aspectos de la vida de esa nación.
Las víctimas civiles extranjeras son
consideradas con indiferencia como necesarias “bajas colaterales”; los
presidentes de ese país se ufanan de los asesinatos extralegales
cometidos en cualquier parte y gracias a ello incluso ganan elecciones.
Si lo miramos con detenimiento, el concepto de “guerra preventiva”
justifica a escala nacional que alguien mate a un sospechoso que ronda
cerca de su casa. Poco ha cambiado entonces en la vieja lógica donde
matar a un indio o un negro era percibido como acto de legítima defensa.
Como resultado de tal mentalidad, la
propia clase media blanca termina siendo víctima de su paranoia. Si bien
la delincuencia, el tráfico de drogas y el pandillerismo resultan
problemas endémicos de la sociedad estadounidense, con el consiguiente
número de víctimas, especialmente entre los jóvenes de los sectores
marginados, a pesar de la magnitud de esta guerra cotidiana, no recuerdo
ningún caso de un negro o latino disparando indiscriminadamente contra
niños inocentes de su propio grupo étnico.
Tales eventos se localizan en la clase
media blanca y prácticamente solo ocurren en Estados Unidos. Dada su
recurrencia no puede ser explicado a partir del argumento de que
constituye la actitud impredecible de un psicópata. Efectivamente, hay
que estar loco para hacer algo como esto, pero los locos también
responden a patrones culturales que condicionan su conducta.
Varios historiadores, psicólogos y
sociólogos han explicado las tremendas presiones que reciben las
personas bajo la supuesta libertad que pregona el individualismo. Al
mismo tiempo que constituye una de las grandes fortalezas del sistema
capitalista, dado que induce la expectativa de la realización personal
por esfuerzo propio, el individualismo tiende a aislar al hombre del
conjunto social y lo obliga a competir con el resto para ser respetado y
respetarse a sí mismo.
Cuando no logra triunfar, termina estando
en el bando de los perdedores. Ello es un trauma para todos y explica
la tendencia a la enajenación y la delincuencia entre los sectores
discriminados, pero es particularmente insoportable para la clase media
blanca, cuya supuesta superioridad le viene dada por su origen.
Aunque la adicción a las drogas, el
alcoholismo y la delincuencia también se expresan en estos sectores como
resultado de la inadaptación, la mayoría se resigna a su suerte y,
cuando más, recurre a un psicólogo para enfrentar sus problemas. Pero en
algunos casos genera sentimientos de odio extremos, ya sea contra otros
– digamos los crímenes por intolerancia racial, xenofóbica o
preferencias sexuales – o contra su propia gente, como estas matanzas
aparentemente insensatas.
Creo que precisamente los efectos de esta
cultura de la violencia, así como las presiones resultantes del
individualismo en una sociedad segmentada, es la mezcla explosiva que
explica hechos de violencia que no ocurren en otras partes del mundo,
por lo que no parece descabellado afirmar que también son un producto
del American Way of Life.
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Jesús Arboleya Cervera
El
pasado mes de abril, aún frescos los cadáveres de veinte niños y ocho
adultos víctimas de una masacre acontecida en Newton, Connecticut, el
senado de Estados Unidos votó en contra de establecer un mínimo control
sobre las ventas de armas de fuego.
Para muchos,
no deja de resultar incomprensible que buena parte de las mismas
personas que reaccionaron conmocionadas ante este acontecimiento
apoyaran esta decisión, argumentando que el acceso a las armas
constituye un derecho a la libertad individual refrendado por la propia
Constitución de ese país.
Que yo sepa, exclusivamente en Estados
Unidos existe una cláusula constitucional que no solo permita a las
personas poseer cierto tipo de armas, lo cual es bastante común en el
mundo, sino que intentar controlarlo sea percibido como una restricción
de los derechos ciudadanos.
Está claro que en tal actitud influyen
poderosos intereses económicos con una alta incidencia en la vida
política del país, pero ello no basta para explicar un culto a la
violencia que subyace en la matriz de la cultura y la historia
estadounidense.
Aunque el uso de armas de fuego aumenta
la eficacia destructiva de este patrón de conducta, reducir el debate a
su control puede desviarnos de la esencia de un problema mucho más
abarcador, ya que si en algo tienen razón los fanáticos armamentistas es
que las armas no matan por sí mismas, sino la gente que las utiliza.
El derecho a portar armas en Estados
Unidos se remonta al colonialismo y la esclavitud. Con posterioridad,
fue incluido en la Constitución de la naciente república norteamericana
debido a las contradicciones de los estados con el gobierno federal,
única instancia capacitada para organizar un ejército profesional, lo
que finalmente desembocó en la guerra civil más devastadora de la
historia norteamericana.
La “ley de revólver” caracterizó la
expansión hacia el oeste a costa de las tribus originarias y aunque hoy
día se supone un derecho de toda la población, no ha perdido el matiz
clasista y racista que le dio origen, toda vez que forma parte de un
entramado ideológico que justifica la violencia victimizando a los
sectores más privilegiados.
Trasladado a la situación actual, es una
problemática centrada en los temores de la llamada clase media blanca
frente a los “peligros que implican los otros”, lo que explica el
respaldo de estos sectores a las posiciones armamentistas. Prueba de
ello es que no se ven negros o latinos en las actividades organizadas
por la Asociación Nacional del Rifle y me imagino que siempre resultará
sospechoso encontrar a uno de ellos comprando un fusil de asalto en una
feria de armas.
La disyuntiva que se les presenta a los
ciudadanos “pacíficos” es bien simple, dado que los “delincuentes”
cuentan con armas sin importar los controles que se establezcan, ellos
también deben tener el derecho de poseerlas para defenderse. También ha
sido la excusa perfecta para intervenir en otras partes del mundo,
igualmente identificadas como un peligro a los “intereses nacionales” de
Estados Unidos. De resultas, el culto a la violencia genera una ética
que tiende a expresarse en todos los aspectos de la vida de esa nación.
Las víctimas civiles extranjeras son
consideradas con indiferencia como necesarias “bajas colaterales”; los
presidentes de ese país se ufanan de los asesinatos extralegales
cometidos en cualquier parte y gracias a ello incluso ganan elecciones.
Si lo miramos con detenimiento, el concepto de “guerra preventiva”
justifica a escala nacional que alguien mate a un sospechoso que ronda
cerca de su casa. Poco ha cambiado entonces en la vieja lógica donde
matar a un indio o un negro era percibido como acto de legítima defensa.
Como resultado de tal mentalidad, la
propia clase media blanca termina siendo víctima de su paranoia. Si bien
la delincuencia, el tráfico de drogas y el pandillerismo resultan
problemas endémicos de la sociedad estadounidense, con el consiguiente
número de víctimas, especialmente entre los jóvenes de los sectores
marginados, a pesar de la magnitud de esta guerra cotidiana, no recuerdo
ningún caso de un negro o latino disparando indiscriminadamente contra
niños inocentes de su propio grupo étnico.
Tales eventos se localizan en la clase
media blanca y prácticamente solo ocurren en Estados Unidos. Dada su
recurrencia no puede ser explicado a partir del argumento de que
constituye la actitud impredecible de un psicópata. Efectivamente, hay
que estar loco para hacer algo como esto, pero los locos también
responden a patrones culturales que condicionan su conducta.
Varios historiadores, psicólogos y
sociólogos han explicado las tremendas presiones que reciben las
personas bajo la supuesta libertad que pregona el individualismo. Al
mismo tiempo que constituye una de las grandes fortalezas del sistema
capitalista, dado que induce la expectativa de la realización personal
por esfuerzo propio, el individualismo tiende a aislar al hombre del
conjunto social y lo obliga a competir con el resto para ser respetado y
respetarse a sí mismo.
Cuando no logra triunfar, termina estando
en el bando de los perdedores. Ello es un trauma para todos y explica
la tendencia a la enajenación y la delincuencia entre los sectores
discriminados, pero es particularmente insoportable para la clase media
blanca, cuya supuesta superioridad le viene dada por su origen.
Aunque la adicción a las drogas, el
alcoholismo y la delincuencia también se expresan en estos sectores como
resultado de la inadaptación, la mayoría se resigna a su suerte y,
cuando más, recurre a un psicólogo para enfrentar sus problemas. Pero en
algunos casos genera sentimientos de odio extremos, ya sea contra otros
– digamos los crímenes por intolerancia racial, xenofóbica o
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