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Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa)

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Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa) Empty Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa)

Mensaje por lilian Mar Ene 08, 2013 4:21 am


¿Derecho de injerencia o derecho internacional?
Respuesta a la izquierda anti-antiguerra


por
Jean Bricmont

Incapaz
de concretar su necesaria reconstrucción ideológica después de la
desaparición del «hermano mayor» soviético, la izquierda europea se
pierde hoy en día en luchas sobre los valores e instituciones de la
sociedad ya existente, en el plano interno, y a favor del
intervencionismo humanitario, en materia de política exterior. Hundida
de lleno en la incoherencia, esa izquierda está llamando al imperialismo
estadounidense a «garantizar» la protección de los pueblos. Pero, ¿cómo
se puede pretender proteger a los demás cuando uno mismo ha renunciado a
su propia libertad?




Red Voltaire
| Bruselas (Bélgica)
| 29 de diciembre de 2012
Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa) Ligne-rouge

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Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa) Zoom-32







Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa) Ger_foc_1-dc718
Desde los años 1990, y sobre todo después d la
guerra de Kosovo, en 1999, los adversarios de las intervenciones
occidentales y de la OTAN han tenido que enfrentar lo que pudiéramos
llamar una izquierda (y una extrema izquierda) anti-antiguerra, en la
que se inscriben la socialdemocracia, los Verdes y la mayor parte de la
izquierda «radical» (como el Nuevo Partido Anticapitalista [1], diferentes grupos antifascistas, etc.) [2].
Es una izquierda que no se declara abiertamente favorable a las
intervenciones militares y que a veces llega a criticarlas (aunque en
general, critica únicamente las tácticas aplicadas y las intenciones,
vinculadas al petróleo o de orden geoestratégico, atribuidas a las
potencias occidentales), pero que dedica la mayor parte de sus energías a
«advertir» contra las supuestas derivas del sector de la izquierda que se mantiene firmemente opuesto a esas intervenciones.

Esa izquierda anti-antiguerra nos llama a apoyar a las «víctimas» en contra de los «verdugos», a ser «solidarios con los pueblos en contra de los tiranos», a no ceder ante un «antiimperialismo», un «antiamericanismo» o «antisionismo»
simplificadores y, sobre todo, a no convertirnos en aliados de la
extrema derecha. Después de los albaneses de Kosovo –en 1990–, nos ha
dicho que «tenemos que proteger» sucesivamente a las mujeres afganas, a los kurdos iraquíes y, más recientemente, a los pueblos de Libia y de Siria.

No se puede negar que esa izquierda anti-antiguerra ha resultado
extremadamente eficaz. La guerra contra Irak, presentada como la lucha
contra una amenaza imaginaria, suscitó una oposición pasajera, pero sólo
ha habido una débil oposición en las filas de la izquierda ante las
intervenciones presentadas como «humanitarias», como la de
Kosovo, los bombardeos contra Libia o la actual injerencia en Siria.
Toda reflexión sobre la paz o el imperialismo ha sido simplemente
barrida por la invocación del «derecho de injerencia», de la «responsabilidad de proteger» o del «deber de ayuda a un pueblo en peligro».

Una extrema izquierda nostálgica de las revoluciones y las luchas de
liberación nacional tiende a analizar cualquier conflicto interno en
determinado país como una agresión de un dictador contra su pueblo
oprimido que aspira a la democracia. La interpretación, compartida por
la izquierda y la derecha, sobre la victoria de Occidente en la lucha
contra el comunismo ha tenido un efecto similar.

¿Quién es ese «nosotros» al que se llama a «proteger e intervenir»?


La ambigüedad fundamental del discurso de la izquierda anti-antiguerra reside en saber quién es ese «nosotros»
que debe proteger, intervenir, etc. Si se trata de la izquierda
occidental, de los movimientos sociales o las organizaciones de defensa
de los derechos humanos, habría que hacerles la misma pregunta que hizo
Stalin al referirse al Vaticano: «¿Con cuántas divisiones cuentan ustedes?» Efectivamente, todos los conflictos en los que se supone que «nosotros»
debemos intervenir son conflictos armados. Intervenir significa
entonces intervenir militarmente. Y para intervenir militarmente, hay
que disponer de medios militares.

Medios que, evidentemente, la izquierda europea no tiene a su
disposición. Podría recurrir cuando más a los ejércitos europeos, en vez
de recurrir a las fuerzas armadas de Estados Unidos. Pero los ejércitos
europeos nunca intervienen sin un apoyo masivo de Estados Unidos, lo
cual implica que el verdadero mensaje de la izquierda anti-antiguerra es
el siguiente: «Señores americanos, ¡hagan la guerra, no el amor!»
Peor aún, dado que después de su debacle en Afganistán e Irak los
estadounidenses no van a arriesgarse a mandar fuerzas terrestres, lo que
se le pide a la US Air Force, y únicamente a ella, es que bombardee a los países violadores de los derechos humanos.

Se puede argumentar, por supuesto, que el porvenir de los derechos
humanos debe ponerse en manos del gobierno de Estados Unidos y depender
de su buena voluntad, de sus bombarderos y de sus drones. Pero lo importante es entender que ese es el verdadero significado de los llamados a la «solidaridad» y las exhortaciones de «apoyo»
a los movimientos secesionistas o rebeldes implicados en las luchas
armadas. Esos movimientos, en efecto, no tienen ninguna necesidad de
eslóganes coreados en «manifestaciones de solidaridad» en
Bruselas o en París y no es eso lo que piden. Lo que quieren es
armamento pesado y bombardeos contra sus enemigos y eso sólo puede
proporcionarlo Estados Unidos.

Si fuese honesta, la izquierda anti-antiguerra tendría que asumir esa
opción y llamar abiertamente a Estados Unidos a bombardear allí donde
se violen los derechos humanos. Pero tendría que asumir esa opción hasta
sus últimas consecuencias. O sea, reconocer que la clase política y
militar que supuestamente debe salvar a los pueblos «victimas de sus tiranos»
es precisamente la misma que desató la guerra contra Vietnam, que
impuso el embargo y las guerras contra Irak, la misma que impone
sanciones arbitrarias contra Cuba, contra Irán y contra todos los países
que le desagradan mientras que sostiene a toda costa a Israel, la misma
que se opone por todos los medios –incluyendo los golpes de Estado– a
todos los reformadores surgidos en América Latina –desde Arbenz hasta
Chávez, pasando por Allende, Goulart y tantos otros– y que explota
desvergonzadamente los recursos y trabajadores en todas partes del
mundo. Hace falta una enorme cantidad de buena voluntad para ver en esa
clase política y militar el instrumento de la salvación de las «víctimas».
Sin embargo, eso es, en la práctica, lo que predica la izquierda
anti-antiguerra ya que, debido a la correlación mundial de fuerzas, no
existe ninguna otra instancia capaz de imponer su voluntad por medios
militares.

Por supuesto, el gobierno de Estados Unidos apenas sabe de la
existencia la izquierda anti-antiguerra. Cuando Washington decide si se
mete o no en una guerra lo hace únicamente en función de sus propias
posibilidades de éxito, de sus propios intereses, de la oposición
interna y externa a la guerra, etc. Y cuando desencadena una guerra,
Washington quiere ganarla cueste lo que cueste. Así que no tiene ningún
sentido pedirle a Washington que solamente emprenda intervenciones
buenas, únicamente contra los malos de verdad y con medios amables que
garanticen las vidas de civiles e inocentes.

Quienes llamaron a la OTAN a «mantener los progresos de las mujeres afganas», como hizo Amnesty International USA en la reunión de la OTAN en Chicago [3],
de hecho están llamando a Estados Unidos a intervenir militarmente y,
entre otras cosas, a bombardear a los civiles afganos y a enviar drones
a violar el espacio aéreo de Pakistán. Y no tiene ningún sentido pedir a
Estados Unidos que proteja y que no bombardee, porque eso va en contra
del modo de funcionamiento de los ejércitos.

Uno de los temas favoritos de la izquierda anti-antiguerra es llamar a quienes se oponen a las guerras a no «apoyar a los tiranos»,
en todo caso a no apoyar al tirano del país atacado. El problema es que
toda guerra exige un masivo esfuerzo de propaganda, y que esta última
se basa en la demonización del enemigo, sobre todo de su dirigente. Para
oponerse eficazmente a esa propaganda, no se puede hacer otra cosa que
denunciar las mentiras de la propaganda, contextualizar los crímenes del
enemigo y compararlos a los de nuestro propio bando. Tarea necesaria
pero ingrata y arriesgada para quien la realiza ya que el menor error le
valdrá eternos reproches, mientras que las mentiras de la propaganda de
guerra siempre se olvidan al término de las operaciones.

Ya en tiempos de la Primera Guerra Mundial, Bertrand Russel y los pacifistas británicos eran acusados de «apoyar al enemigo»,
sin tener en cuenta que si se dedicaban a desmontar la propaganda de
los Aliados no era porque les gustara el Káiser si no porque defendían
la paz. La izquierda anti-antiguerra adora denunciar «el doble rasero»
de los pacifistas coherentes que denuncian los crímenes de su propio
bando pero que contextualizan o refutan los crímenes atribuidos al
enemigo del momento (Milosevic, Kadhafi, Assad, etc.). Pero ese «doble rasero»
no es otra cosa que el resultado de una opción deliberada y legítima:
la de luchar contra la propaganda de guerra allí donde nos encontramos, o
sea en Occidente, propaganda que a su vez se basa en una demonización
constante del enemigo atacado y en la idealización de quienes lo atacan.

La izquierda anti-antiguerra no goza de la menor influencia sobre la
política estadounidense, lo cual no quiere decir que carezca de efectos.
Por un lado, su retórica insidiosa ha permitido neutralizar todo
movimiento pacifista o antiguerra, pero también ha hecho imposible toda
posición independiente de parte de un país europeo, como la de la
Francia de De Gaulle, o al menos como la de la Francia de Jacques Chirac
o la Suecia de Olof Palme. Hoy en día ese tipo de posición se vería
inmediatamente bajo el fuego de la izquierda anti-antiguerra, que
dispone de una resonancia mediática considerable y que tildaría esa
actitud de «apoyo al tirano», de política digna de la época del Pacto de Múnich y de «crimen de indiferencia».

Lo que ha logrado la izquierda anti-antiguerra es destruir la
soberanía de los europeos ante Estados Unidos y liquidar toda posición
de izquierda independiente ante las guerras y el imperialismo. También
ha llevado a la mayoría de la izquierda europea a adoptar posiciones que
contradicen por completo las de la izquierda latinoamericana y a
erigirse en adversaria de países que, como China y Rusia, están tratando
–de forma totalmente justificada– de defender el derecho internacional.

Una extraña característica de la izquierda anti-antiguerra es que
siempre es ella la primera en denunciar las revoluciones del pasado como
acontecimientos que condujeron al totalitarismo (Stalin, Mao, Pol Pot,
etc.) y que constantemente nos advierte contra la repetición de los «errores»
cometidos por la izquierda de aquellos tiempos al respaldar a los
dictadores. Sin embargo, ahora que la revolución es cosa de los
islamistas se supone que tenemos que aplaudir y creer que todo va a ir
bien. ¿Y si la «enseñanza que tenemos que sacar del pasado» fuese
más bien que las revoluciones violentas, la militarización y la
injerencia extranjera no eran la única ni la mejor manera de realizar
cambios sociales?

En vez de reclamar intervenciones,

exijamos el estricto respeto del derecho internacional



A veces se nos responde que hay actuar «con urgencia» (para
salvar a las víctimas). Aún admitiendo ese punto de vista, lo cierto es
que después de cada crisis la izquierda no ha emprendido ninguna
reflexión sobre cómo llegar a una política diferente, que no consista en
el respaldo a la intervención militar. Una política de ese tipo
exigiría un viraje de 180 grados en relación con la política que predica
la izquierda anti-antiguerra. En vez de reclamar más intervenciones,
tendríamos que exigir a nuestros gobiernos el estricto respeto del
derecho internacional, de la no injerencia en los asuntos internos de
los Estados y la sustitución de la confrontación por la cooperación. La
no injerencia es mucho más que la simple no intervención en el plano
militar. Incluye también la no injerencia en el plano diplomático y en
el plano económico: cero sanciones unilaterales, cero amenazas durante
las negociaciones y aplicación estricta del principio de igualdad de
tratamiento para todos los Estados.

En vez de «denunciar» constantemente a los pérfidos dirigentes
de países como Rusia, China, Irán o Cuba invocando los derechos humanos
–como le encanta hacer a la izquierda anti-antiguerra– más bien
tendríamos que oírlos, dialogar con ellos y poner sus puntos de vista
políticos al alcance de la comprensión de nuestros conciudadanos.

Por supuesto, esa política no resolvería los problemas de los
derechos humanos en Siria ni en Libia ni en ninguna parte. Pero, ¿acaso
se han resuelto hasta ahora? La política de injerencia está agravando
las tensiones y la militarización mundial. Los países que se sienten
amenazados por esa política, que son muchos, tratan de defenderse como
pueden. Las campañas de demonización impiden las relaciones pacíficas
entre los Estados, así como los intercambios culturales entre sus
ciudadanos y también, de forma indirecta, el desarrollo de las ideas
liberales que los partidarios de la injerencia dicen querer promover. A
partir del momento en que la izquierda anti-antiguerra renunció a toda
política alternativa a esa política, de hecho renunció a ejercer
cualquier influencia sobre los problemas del mundo. Contrariamente a lo
que afirma, no es cierto que con eso esté «ayudando a las víctimas».
En realidad, no hace más que destruir aquí toda resistencia al
imperialismo abriendo así el camino a los únicos que realmente actúan,
que son a fin de cuentas los gobiernos estadounidenses. Confiarles el
bienestar de los pueblos es una actitud absolutamente desesperada.

Esa actitud es un aspecto de la reacción de la mayoría de la izquierda ante la «caída del comunismo»,
y esa reacción consiste en apoyar precisamente lo contrario de las
políticas que siguieron los comunistas, sobre todo en materia de
cuestiones internacionales, en las que toda oposición al imperialismo y
toda forma de defensa de la soberanía internacional es considerada por
la izquierda como una forma de arqueo-stalinismo.

La política de injerencia es una política de derecha, al igual por
cierto que la construcción de la Unión Europea, otro importante ataque
contra la soberanía nacional. La primera respalda los intentos
hegemónicos de Estados Unidos. La segunda apoya el neoliberalismo y la
destrucción de los derechos sociales. Ambas se justifican en gran parte
con discursos «de izquierda» que invocan los derechos humanos, el
internacionalismo, el antirracismo y el antinacionalismo. En ambos
casos, una izquierda desorientada por la desaparición del comunismo se
ha refugiado en un discurso «humanitario» y «generoso»,
totalmente carente de análisis realista de la correlación mundial de
fuerzas. Con esa izquierda, la derecha prácticamente no necesita
ideología, le basta con invocar los derechos humanos.

Sin embargo, esas dos políticas –la injerencia y la construcción
europea– están hoy en un callejón sin salida: el imperialismo
estadounidense enfrenta enormes dificultades, tanto en el plano
económico como en el diplomático, y la política de injerencia encuentra
la oposición de una gran parte del mundo. Ya casi nadie cree en otra
Europa, en una Europa social, y la Europa que realmente existe,
neoliberal (porque es la única posible), no entusiasma a los
trabajadores.

Por supuesto, esos fracasos benefician a la derecha y a la extrema
derecha, pero es únicamente porque la mayor parte de la izquierda ha
creído que el camino hacia la democracia pasa por el abandono de la
defensa de la paz, del derecho internacional y de la soberanía nacional.

Fuente: [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]



Jean Bricmont



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[1] A propósito de esa organización, ver "Colonialiste d’«extrême gauche»?", de Ahmed Halfaoui,

[2] Por ejemplo, en febrero de 2011, en un volante distribuido en Toulouse (Francia) el tema de Libia y las amenazas de «genocidio» atribuidas a Kadhafi se abordaba en los siguientes términos: «¿Dónde está Europa? ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está América [Estados Unidos]? ¿Dónde están las ONGs?» y «¿Es más importante el valor del petróleo y del uranio que el pueblo libio?»
O sea, los autores del volante, firmado entre otras organizaciones por
Alternativa Libertaria, Europa Ecología-Los Verdes, Izquierda Unitaria,
Liga de Derechos Humanos, Lucha Obrera, Movimiento por la Paz (Comité
31), MRAP, NPA31, OCML-Vía Proletaria Toulouse, la organización local
del Partido Comunista Francés, el Partido Comunista Tunecino, Partido de
Izquierda 31, acusaban a los occidentales de no intervenir por razones
de interés económico. ¿Qué habrán pensado los autores de ese volante
cuando el Consejo Nacional de Transición libio prometió vender a Francia
el 35% del petróleo libio? Independientemente de que se haya respetado o
no esa promesa o de que el petróleo haya sido o no la verdadera causa
de la guerra contra Libia.

[3] Ver, por ejemplo, Why I Had to Challenge Amnesty International-USA’s Claim That NATO’s Presence Benefits Afghan Women, de Jodie Evans.















Jean Bricmont

Respuesta a la izquierda anti-antiguerra (Europa) Auton5247-3ca2a

Figura destacada del movimiento antiimperialista, Jean Bricmont es
profesor de física teórica en la Universidad de Lovaina (Bélgica). Acaba
de publicar Impérialisme humanitaire. Droits de l’homme, droit d’ingérence, droit du plus fort ? (Monthly Review Press, 2007).






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